Supongo que a nadie le gusta ir al dentista pero es una de esas cosas que hay que hacer, una vez al año como mínimo ¿no? El caso es que yo he ido a cuatro dentistas en el último año y pico: cuatro diferentes. ¿Y por qué tantos? Porque no encontraba uno que me convenciera. Soy muy aprensivo y lo de que alguien me hurgue en la boca no lo llevo nada bien.
Me ha pasado de todo en un dentista: desde aquella que me dice a la hora de terminar que se le olvidó ponerme anestesia, hasta el que se pone a hablar por teléfono en mitad de una intervención. No sé si he tenido mala suerte (supongo que sí) pero les he cogido un poco de manía: razones no me faltan.
Si es que hasta las salas de espera me ponen de los nervios: siempre tan angostas y poco amables. Por eso cuando entré en aquel dentista nuevo en el barrio, algo cambió con tan solo cruzar la puerta. En vez de tener una decoración anodina típica de salas de espera, tenía su propia personalidad: con paneles japoneses y muchos detalles que hacen referencia a la cultura oriental. Cuando te sientas a esperar allí no tienen la sensación de estar en un dentista y eso ya es de valorar.
Pero lo importante, claro está, es el tratamiento: y todo el personal liderado por la odontóloga es muy amable, sin ser excesivamente serviciales: el punto justo para tratar a un cliente en una situación de este tipo. Yo llevaba tiempo con un problema en una muela que no acaba de solucionar y me propusieron un plan de actuación que finalmente fue el indicado.
Cuando cogí un poco de confianza con la dentista le pregunté por la originalidad de la decoración del local, con sus paneles japoneses y todo el aspecto oriental: me dijo que, en realidad, nunca había estado en Japón, pero que un amigo suyo se lo había recomendado para dar un toque distintivo al espacio. Sentí un poco de decepción al principio, pero qué importa: la cuestión es que he encontrado a mi dentista… por fin.